¿Qué es el arte?
Por Roberto Echen
Desde Desvíos. Revista de arte, reflexión y crítica.
https://desviosite.wordpress.com/callejon-sin-salida__trashed/rechen/
Debo decir –desde el vamos, para evitar que algún lector se sienta engañado y tener que asumir culpas al respecto– que se verá profundamente decepcionado quien espere que este texto sea una respuesta a la pregunta que instala el título (y, sin embargo, de algún modo, puede serlo).
De lo que trata lo que sigue es –probablemente– de intentar situar en o alrededor de algunos lugares lo que –en arte aunque no solamente (lo que aparece en itálica podría ser ya un intento de colocación de ese término que lo precede)– me pasa, nos pasa: en tanto lo que nos pasa es (al menos en sentido tautológico) contemporáneo, lo contemporáneo.
Muchos problemas en tan pocas líneas de texto.
Contemporáneo es (entre otros) dos lugares: esa tautología, la inevitabilidad de no poder existir en otro tiempo que el contemporáneo (hasta aquí no me había aparecido la palabra “tiempo” para decir ese tiempo tan singular que es el que se suele llamar, tal vez impropiamente “propio”) y el de una decisión (ahora sí, aunque no solamente, en el campo del arte) de situarse en lo que –hoy– se podría llamar sin temor a equivocarse ni vergüenza arte contemporáneo.
Digo sin vergüenza.
Aunque las vanguardias terminaron hace bastante y lo nuevo no tiene el estatuto categorial para devenir el vector que indique las direcciones de legitimación para las producciones artísticas contemporáneas, tal vez, entre otras cosas, porque la extensión planetaria de los modos y medios de comunicación ha hecho casi imposible la idea de originalidad y de novedad[1], esto no significa que no existan discursos (lenguajes, incluso) artísticos que no se reconozcan como pertenecientes de hecho y de derecho a la contemporaneidad y otros que quedarían en un espacio límbico del que valdrá la pena decir algo más. Puede resultar paradójico hablar de lenguajes contemporáneos cuando lo que parece ser el postulado más generalizado de lo que puede pretender el estatuto de arte hoy es que “cualquier cosa puede ser arte” a lo que se suma –para complicarlo más– el pensamiento de Joseph Beuys de que “cualquier persona es un artista”. Pensamiento con espinas muy diferente de “cualquier persona puede ser artista”.
[Lo que acabo de escribir encierra en sí mismo cierto problema paradojal]
Dije más arriba que decir “en arte, aunque no solamente” era una especie de definición del arte. Tal vez (tal vez no) merezca una aclaración: ese no solamente no significa sencillamente que además de en el campo del arte habría que pensar lo contemporáneo en otros espacios de saber y en otras prácticas, sino que el arte mismo (contemporáneo) no puede pensarse sino en relación a esos otros saberes y esas otras prácticas o –mejor dicho– desde su borde y su desborde. Lo que hoy podría ser llamado sin prurito ni vergüenza arte contemporáneo es algo que constitutivamente lo excede como tal (en el sentido tradicional que surge en el renacimiento y que –de algún modo– nos sigue atravesando) hasta el borde mismo de su desaparición.
Mencioné que lo nuevo ya no es categoría (ni suficiente ni necesaria) para definir el “arte”. Pero tampoco lo es más la “belleza”. Ya desde los comienzos de la modernidad vanguardista lo bello pasa de ser la categoría estética excluyente y universal para la consideración artística[2] a ser –por esa misma razón– el enemigo de las producciones artísticas. Con la caída de la modernidad y sus pilares dicotómicos la belleza no va a ser ya ese bastión reaccionario de la burguesía a la hora de pensar el arte pero tampoco va a recuperar su estatuto decisional a la hora de evaluarlo aunque puede pertenecer a sus productos. Tampoco lo va a ser su sustituto vanguardista: la función social revolucionaria.
Entonces.
Momento en que nos quedamos sin las categorías (modernamente tradicionales, si puedo usar este aparente oximoron) no sólo para evaluar la calidad[3] de los productos sino –y justamente vinculado a esto– para poder decidir lo que pertenece al campo del arte y lo que queda fuera.
Aquí aparece un ejemplo inevitable.
Por supuesto, Duchamp sería quien patentiza en su producción la suspensión de esos conceptos (tanto de la belleza como de su rechazo) en un gesto doble –que, por esa duplicidad evita cerrarse sobre sí mismo delimitando y restringiendo su posibilidad conceptual y su repercusión práctica–:
Por un lado la obra de Duchamp (fundamentalmente sus ready mades) se propone como gesto moderno de rechazo a lo que se sostenía tranquilizadoramente como arte, partiendo de conceptos heredados acríticamente, no teniendo en cuenta los cambios histórico-sociales y las diferencias de contextos de producción.
Por otro, se puede situar un gesto más amplio, que pone al borde el concepto mismo de arte, desde ese corrimiento (captación de la posibilidad de un momento) del objeto (deviniendo en esa traslación, hecho o, incluso, producción mental) que abisma los presupuestos teórico-conceptuales –junto a su propio abismarse– que habían cerrado el campo (enmarcado sería un buen término) del arte durante siglos.
Ese segundo componente del gesto duchampeano[4] parece anticipar lo que en algún momento de los años 70 se denominará posmoderno y que también desde el arte está fuertemente marcado por la puesta en suspenso de los principios que habían recorrido más de medio siglo y mostraban sus límites.
Es justamente a los presupuestos (entre otras cosas y desde diversos puntos de vista) del programa artístico de la modernidad (el que atravesara el siglo XX desde 1865 –sí, digo eso– hasta los años 60) a los que el pop-art va a hacer zozobrar, posicionándose a sí mismo en el borde de esa clausura.[5]
Lo tautológico aparece en oposición a una época (que en arte comenzaría en el renacimiento) marcada por la mímesis.[6]
La inauguración por parte del impresionismo de esta irrupción de lo tautológico (pintura = pintura), que continuará trabajando el arte (teniendo a la abstracción como un momento evidente) da inicio a lo que hemos llamado siglo XX.
Esta propuesta moderna de deconstrucción a partir del “desocultamiento de lo que tiene de obra la obra”[7] y que, lejos de cerrar la obra en la circularidad de a = a la abrió hacia la lectura (desde los análisis semióticos a la hermenéutica), habría caído junto con lo que se ha llamado modernidad (el tiempo de los metarrelatos[8]).
Sin embargo.
El paso por estos conceptos parece devenir una especie de huella y, entonces, lo posmoderno se tornaría una instancia de lo moderno (discusión, crítica o intento de olvido).
No es casual que los artistas y los hechos artísticos más citados desde las posiciones posmodernas sean justamente los que podrían ser invocados desde los postulados de la modernidad (el gesto de Duchamp, sin duda).
También aquí.
La posibilidad de encontrar(se) es –quizás– un dispositivo deseante que atraviesa la modernidad y –sobre todo– el arte de la modernidad. Probablemente desde un lugar más bretoneano (l’objet trouvé) que duchampeano.[9]
(Vale la pena poner aquí algo que tiene el estatuto de una nota pero la importancia suficiente como para estar en el cuerpo del texto.[10] El “objet trouvé” de Breton pone en práctica sus lecturas apasionadas de Freud tratando de hacerlas converger con las posiciones de Engels (con quien también se vincula apasionadamente), aunque también se emparente con el flaneur de Baudelaire (personaje que anticipa la deriva situacionista). Este buscador bretoneano que no sale a buscar sino a encontrar ese objeto que lo está esperando desde su deseo y que puede ser una piedra, una máscara que le diera a Giacometti la posibilidad de resolver una escultura o el amor de su vida[11], postula el azar como una red que –aunque no determinante en sentido absoluto– entrelaza inseparablemente la posición de la subjetividad radical del deseo con la objetividad plena de la cosa, haciendo a ambas indiscernibles.)
En ese sentido, el encuentro posmoderno no se sitúa en el lugar de lo teleológico (de ningún tipo de teleología) sino en el lugar de la pura posibilidad en la que el azar es constitutivo pero no adquiere la importancia que le otorga el surrealismo de Breton sino que vuelve a pensarse en la cercanía con la indiferencia del ready made de Duchamp.
Tampoco es –el encuentro– un lugar privilegiado a la hora de pensar la producción artística.
Desde allí, en convergencia con la caída de la concepción metafísica de “originalidad” el encuentro con el pasado (con el del arte, sobre todo) se puede producir de modos muy diversos en tanto la relación con la historia también se sostiene desde una deconstrucción que pone en juego a la epistemología que sostenía su “verdad”.[12] El arte contemporáneo asume que la contemporaneidad no es una construcción homogénea que se produce por el corte transversal en una masa direccionada linealmente sobre una única línea de tiempo. Sabe con Freud y con Warburg que las construcciones discursivas del presente son yuxtaposiciones y superposiciones, palimpsestos que se ponen en juego desde la memoria (que implica, por supuesto, el olvido).
Desde allí.
El discurso hegemónico legitimado ontológicamente por su ser contemporáneo no tiene lugar en un pensamiento que se reconoce en su provisionalidad y –por ende– sin la posibilidad de una teleología que lo sostenga y lo habilite a la construcción de una totalidad. Por el contrario, el arte hoy ha logrado reconocerse en ese espacio deficitario, frágil y vulnerable que lo constituye dándole sus características epistemológicas.
Vuelvo al “algo más” que había prometido en el comienzo de este texto.
Me gusta pensar que la posibilidad del campo del arte está hecha (por lo menos hoy) tanto de lenguajes que se “justificarían” como tales en su emergencia contemporánea como en la existencia remanente de otros “anacrónicos”.
Vamos a un caso.
La muerte de la pintura ha sido decretada una y otra vez desde el campo del arte (también al mismo arte Hegel le había puesto fecha de muerte). [13]
Por el momento, lo que emerge en esa relajación epistemológica es la posibilidad de una pluralidad impensada algunas décadas antes. Pluralidad en sentido fuerte, tanto que tampoco se puede postular una única línea o tendencia que defina el arte contemporáneo (como ocurría en tiempos de las vanguardias en que se sucedían vertiginosamente).
Vuelvo al caso.
Por supuesto que la pintura no puede pretender patente de contemporánea en el arte actual. La pintura es el ejemplo típico de disciplina que nace cuando se transforma en una práctica hegemónica en las relaciones simbólicas de un sector de florentinos y en las relaciones epistemológicas de unos saberes que se están constituyendo y que todavía no se llaman ciencia ni se separan delimitándose de lo que será arte.
Sin embargo.
La pintura vuelve una y otra vez de la muerte. He sostenido en charlas y en varios de mis textos que hoy no se puede hacer pintura, sólo se vuelve a la pintura.[14] Por otro lado, tampoco se puede dejarla porque entonces es ella la que nos vuelve como el retorno de lo reprimido. La pintura hoy ocupa un lugar en el entramado de lo que se denomina arte contemporáneo (sin saber con precisión cuál es su recorte) que querría definir con algo que me gustaría se transforme en categoría para ciertos lenguajes del arte en la actualidad: “regreso de los muertos vivos”. No es casual que en estos tiempos en que desde los más diversos lugares de las producciones artísticas y de las industrias culturales se producen propiaciones (uso el concepto derridiano en oposición a “apropiación”) de lenguajes diversos y de producciones anteriores, en el cine proliferen las películas de zombies que vuelven una y otra vez. El arte ha tomado esa posta de la historia y el pensamiento del archivo (en el sentido en que lo ha definido Foucault pero que ya antes habían pensado Aby Warburg y también Walter Benjamin) hasta el límite en que cada producción deviene en una trama de encuentros y diálogos con la historia y sus producciones.
Creo que lo que ocurre hoy con una pregunta como la del título es que no se puede responder, por lo menos de un modo certero.
Estamos en tiempos de lo fragmental, lo que no puede hacerse totalidad o cerrarse sobre sí mismo sino que se sitúa en su diseminación permanente.
Claro que lo anterior puede tener la forma de una respuesta.
Espero y confío en que en su propia diseminación está su déficit.
[1] De todos modos vale la pena una aclaración. No es simplemente porque hoy hayamos caido en la cuenta de que lo que se nos acaba de ocurrir se le está ocurriendo simultáneamente a millones en diversos lugares del mundo y ya se le ha ocurrido a otros tantos millones en diversos momentos de la historia, sino porque hoy podemos asumir con bastante certeza que la ocurrencia –por muy individualmente que emerja– no puede separarse de ese componente que atraviesa a toda construcción de subjetividad que es lo colectivo. Quiero postular un ejemplo emblemático si los hay: el cálculo diferencial no es una ocurrencia, una idea que aparece como “Guau, voy a inventar el cálculo diferencial”. Pero existe un episodio en la historia de esa construcción que es sumamente interesante. En algún momento del siglo XVII este concepto empieza a tomar la forma más o menos definitiva que llegará hasta nosotros por el trabajo de dos pensadores provenientes de campos disímiles: Leibniz llega (desde la metafísica y su búsqueda de las “primitivas”) al mismo planteo al que arriba Newton desde la física. Lo interesante es que en este momento de la historia en que se están consolidando los conceptos de singularidad y de individualidad, lo que en un principio aparece como la posibilidad de una enorme colaboración entre ellos, termina siendo –sobre todo a partir de la muerte de Newton– una guerra por la autoría plagada de acusaciones de plagio. Creo que Lacan se planteaba el problema del sujeto en cuanto a la relación subjetividad‑intersubjetividad de un modo radical. Guatari (ya desde la producción en dupla con Deleuze) postula el concepto de subjetividad vinculándolo a las máquinas deseantes y sus agenciamientos colectivos y las dimensiones maquínicas de subjetivación. El término mismo “subjetivación” desplaza la sustantividad del concepto de sujeto o de subjetividad y la fijeza que connota al de una construcción que se estaría haciendo en todo momento.
[2] Kant le había dado su forma más contundente y en apariencia definitiva a esta concepción del arte en La crítica del juicio.
[3] Bueno o malo se podía sostener a partir de categorías precisas dominantes en el pensamiento estético. De todos modos hay que aclarar que una categoría como “lo bello” también necesitaba una construcción conceptual que la precise para poder pensarse. Ese andamiaje conceptual lo obtenía de otro concepto que el renacimiento inaugura (aunque quiera creer que lo resucita, que lo hace renacer): la mímesis. En un libro de próxima publicación trabajo en profundidad ese momento de invención‑recuperación renacentista de la mímesis como corte en la representación del espacio proveniente de la mirada medieval.
[4] En este caso el nombre de Duchamp trabaja desde un lugar metonímico ya que remite a una serie de producciones y de concepciones que produce fundamentalmente, aunque no únicamente, el grupo dada, de quien Marcel Duchamp es el integrante más conspicuo y quien ha llevado más lejos el planteo.
[5] Por supuesto, si el pop-art se sitúa en ese movimiento de deconstrucción, en esa deriva conceptual que provoca lo que Lyotard llama la condición posmoderna, no se debe a su trabajo respecto del arte moderno sino a que en esa clausura también se produciría la de lo anterior a lo que éste se oponía y que quedaría englobada en esa oposición.
[6] He trabajado en diversos textos ese momento de la irrupción tautológica y su constitución como categoría del arte del siglo XX para situar lo que he denominado “segundo corte en la representación del espacio”. Ver, por ejemplo, “Es contemporáneo? Ars auro gemmisque prior”. Ediciones Castagnino+macro, Rosario, 2010, versión en pdf en http://www.macromuseo.org.ar/libros/index.htm
[7] Heidegger, Martin, “El origen de la obra de arte” [1952], en Arte y poesía. México. Fondo de Cultura Económica, 1995.
[8] Lyotard, Jean-François. La condición posmoderna. Madrid, Ediciones Cátedra, 1984.
[9] Si es que la indiferencia que postula Duchamp respecto del ready made no se construye sobre un espacio de deseo que se situaría entre el objeto y el gesto que lo señala.
[10] Aunque, a veces, –como todo lector sabe– lo más interesante o atractivo de un texto se encuentre en las notas al margen.
[11] Justamente debido a este encuentro –la mujer de su vida no la piedra– es que Breton comete una de sus “traiciones” a las creencias y prácticas de sus amigos dadaistas y revolucionarios al postular la monogamia como el vínculo excluyente en una relación amorosa.
[12] Ver, entre otros, Didi-Huberman, George; Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Trad. Oscar Antonio Oviedo Funes. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2011.
[13] Creo en que el “arte” (la construcción objetual, conceptual y relacional que hemos heredado del renacimiento) está al borde de su caída (si es que no ha ocurrido ya y estamos en ese magnífico momento en que nos podemos relajar de la carga que llevábamos) lo que no quiere decir que todas las producciones que aparecen en su esfera estén por desaparecer. Ver Danto, Arthur; After the end of the art. Contemporary art and the pale of history. Princeton University Press, Princeton, 1995.
[14] Ingresé al arte como pintor en los años 80, momento en que la pintura parecía resucitar con una virulencia inusitada. Sin embargo siempre supe que ya no teníamos la posibilidad de hacer pintura y que esa resucitación no era tal. Al contrario, en ese momento pensaba que había que pintar para “asesinar la pintura” retomando una frase de Joan Miro.
[15] He acuñado este término para definir lo que sitúo como “tercer corte en la representación del espacio” y que tendría la particularidad de que tal vez,a partir de él ya ni siquiera sea pertinente el concepto de representación. Para una ampliación de ese concepto ver Echen, Roberto; Anotaciones para una teoría de lo fragmental (en arte), en Blanco sobre blanco, nº 4, Buenos Aires, 2014.
Desde Desvíos. Revista de arte, reflexión y crítica.
https://desviosite.wordpress.com/callejon-sin-salida__trashed/rechen/
Debo decir –desde el vamos, para evitar que algún lector se sienta engañado y tener que asumir culpas al respecto– que se verá profundamente decepcionado quien espere que este texto sea una respuesta a la pregunta que instala el título (y, sin embargo, de algún modo, puede serlo).
De lo que trata lo que sigue es –probablemente– de intentar situar en o alrededor de algunos lugares lo que –en arte aunque no solamente (lo que aparece en itálica podría ser ya un intento de colocación de ese término que lo precede)– me pasa, nos pasa: en tanto lo que nos pasa es (al menos en sentido tautológico) contemporáneo, lo contemporáneo.
Muchos problemas en tan pocas líneas de texto.
Contemporáneo es (entre otros) dos lugares: esa tautología, la inevitabilidad de no poder existir en otro tiempo que el contemporáneo (hasta aquí no me había aparecido la palabra “tiempo” para decir ese tiempo tan singular que es el que se suele llamar, tal vez impropiamente “propio”) y el de una decisión (ahora sí, aunque no solamente, en el campo del arte) de situarse en lo que –hoy– se podría llamar sin temor a equivocarse ni vergüenza arte contemporáneo.
Digo sin vergüenza.
Aunque las vanguardias terminaron hace bastante y lo nuevo no tiene el estatuto categorial para devenir el vector que indique las direcciones de legitimación para las producciones artísticas contemporáneas, tal vez, entre otras cosas, porque la extensión planetaria de los modos y medios de comunicación ha hecho casi imposible la idea de originalidad y de novedad[1], esto no significa que no existan discursos (lenguajes, incluso) artísticos que no se reconozcan como pertenecientes de hecho y de derecho a la contemporaneidad y otros que quedarían en un espacio límbico del que valdrá la pena decir algo más. Puede resultar paradójico hablar de lenguajes contemporáneos cuando lo que parece ser el postulado más generalizado de lo que puede pretender el estatuto de arte hoy es que “cualquier cosa puede ser arte” a lo que se suma –para complicarlo más– el pensamiento de Joseph Beuys de que “cualquier persona es un artista”. Pensamiento con espinas muy diferente de “cualquier persona puede ser artista”.
[Lo que acabo de escribir encierra en sí mismo cierto problema paradojal]
Dije más arriba que decir “en arte, aunque no solamente” era una especie de definición del arte. Tal vez (tal vez no) merezca una aclaración: ese no solamente no significa sencillamente que además de en el campo del arte habría que pensar lo contemporáneo en otros espacios de saber y en otras prácticas, sino que el arte mismo (contemporáneo) no puede pensarse sino en relación a esos otros saberes y esas otras prácticas o –mejor dicho– desde su borde y su desborde. Lo que hoy podría ser llamado sin prurito ni vergüenza arte contemporáneo es algo que constitutivamente lo excede como tal (en el sentido tradicional que surge en el renacimiento y que –de algún modo– nos sigue atravesando) hasta el borde mismo de su desaparición.
Mencioné que lo nuevo ya no es categoría (ni suficiente ni necesaria) para definir el “arte”. Pero tampoco lo es más la “belleza”. Ya desde los comienzos de la modernidad vanguardista lo bello pasa de ser la categoría estética excluyente y universal para la consideración artística[2] a ser –por esa misma razón– el enemigo de las producciones artísticas. Con la caída de la modernidad y sus pilares dicotómicos la belleza no va a ser ya ese bastión reaccionario de la burguesía a la hora de pensar el arte pero tampoco va a recuperar su estatuto decisional a la hora de evaluarlo aunque puede pertenecer a sus productos. Tampoco lo va a ser su sustituto vanguardista: la función social revolucionaria.
Entonces.
Momento en que nos quedamos sin las categorías (modernamente tradicionales, si puedo usar este aparente oximoron) no sólo para evaluar la calidad[3] de los productos sino –y justamente vinculado a esto– para poder decidir lo que pertenece al campo del arte y lo que queda fuera.
Aquí aparece un ejemplo inevitable.
Por supuesto, Duchamp sería quien patentiza en su producción la suspensión de esos conceptos (tanto de la belleza como de su rechazo) en un gesto doble –que, por esa duplicidad evita cerrarse sobre sí mismo delimitando y restringiendo su posibilidad conceptual y su repercusión práctica–:
Por un lado la obra de Duchamp (fundamentalmente sus ready mades) se propone como gesto moderno de rechazo a lo que se sostenía tranquilizadoramente como arte, partiendo de conceptos heredados acríticamente, no teniendo en cuenta los cambios histórico-sociales y las diferencias de contextos de producción.
Por otro, se puede situar un gesto más amplio, que pone al borde el concepto mismo de arte, desde ese corrimiento (captación de la posibilidad de un momento) del objeto (deviniendo en esa traslación, hecho o, incluso, producción mental) que abisma los presupuestos teórico-conceptuales –junto a su propio abismarse– que habían cerrado el campo (enmarcado sería un buen término) del arte durante siglos.
Ese segundo componente del gesto duchampeano[4] parece anticipar lo que en algún momento de los años 70 se denominará posmoderno y que también desde el arte está fuertemente marcado por la puesta en suspenso de los principios que habían recorrido más de medio siglo y mostraban sus límites.
Es justamente a los presupuestos (entre otras cosas y desde diversos puntos de vista) del programa artístico de la modernidad (el que atravesara el siglo XX desde 1865 –sí, digo eso– hasta los años 60) a los que el pop-art va a hacer zozobrar, posicionándose a sí mismo en el borde de esa clausura.[5]
Lo tautológico aparece en oposición a una época (que en arte comenzaría en el renacimiento) marcada por la mímesis.[6]
La inauguración por parte del impresionismo de esta irrupción de lo tautológico (pintura = pintura), que continuará trabajando el arte (teniendo a la abstracción como un momento evidente) da inicio a lo que hemos llamado siglo XX.
Esta propuesta moderna de deconstrucción a partir del “desocultamiento de lo que tiene de obra la obra”[7] y que, lejos de cerrar la obra en la circularidad de a = a la abrió hacia la lectura (desde los análisis semióticos a la hermenéutica), habría caído junto con lo que se ha llamado modernidad (el tiempo de los metarrelatos[8]).
Sin embargo.
El paso por estos conceptos parece devenir una especie de huella y, entonces, lo posmoderno se tornaría una instancia de lo moderno (discusión, crítica o intento de olvido).
No es casual que los artistas y los hechos artísticos más citados desde las posiciones posmodernas sean justamente los que podrían ser invocados desde los postulados de la modernidad (el gesto de Duchamp, sin duda).
También aquí.
La posibilidad de encontrar(se) es –quizás– un dispositivo deseante que atraviesa la modernidad y –sobre todo– el arte de la modernidad. Probablemente desde un lugar más bretoneano (l’objet trouvé) que duchampeano.[9]
(Vale la pena poner aquí algo que tiene el estatuto de una nota pero la importancia suficiente como para estar en el cuerpo del texto.[10] El “objet trouvé” de Breton pone en práctica sus lecturas apasionadas de Freud tratando de hacerlas converger con las posiciones de Engels (con quien también se vincula apasionadamente), aunque también se emparente con el flaneur de Baudelaire (personaje que anticipa la deriva situacionista). Este buscador bretoneano que no sale a buscar sino a encontrar ese objeto que lo está esperando desde su deseo y que puede ser una piedra, una máscara que le diera a Giacometti la posibilidad de resolver una escultura o el amor de su vida[11], postula el azar como una red que –aunque no determinante en sentido absoluto– entrelaza inseparablemente la posición de la subjetividad radical del deseo con la objetividad plena de la cosa, haciendo a ambas indiscernibles.)
En ese sentido, el encuentro posmoderno no se sitúa en el lugar de lo teleológico (de ningún tipo de teleología) sino en el lugar de la pura posibilidad en la que el azar es constitutivo pero no adquiere la importancia que le otorga el surrealismo de Breton sino que vuelve a pensarse en la cercanía con la indiferencia del ready made de Duchamp.
Tampoco es –el encuentro– un lugar privilegiado a la hora de pensar la producción artística.
Desde allí, en convergencia con la caída de la concepción metafísica de “originalidad” el encuentro con el pasado (con el del arte, sobre todo) se puede producir de modos muy diversos en tanto la relación con la historia también se sostiene desde una deconstrucción que pone en juego a la epistemología que sostenía su “verdad”.[12] El arte contemporáneo asume que la contemporaneidad no es una construcción homogénea que se produce por el corte transversal en una masa direccionada linealmente sobre una única línea de tiempo. Sabe con Freud y con Warburg que las construcciones discursivas del presente son yuxtaposiciones y superposiciones, palimpsestos que se ponen en juego desde la memoria (que implica, por supuesto, el olvido).
Desde allí.
El discurso hegemónico legitimado ontológicamente por su ser contemporáneo no tiene lugar en un pensamiento que se reconoce en su provisionalidad y –por ende– sin la posibilidad de una teleología que lo sostenga y lo habilite a la construcción de una totalidad. Por el contrario, el arte hoy ha logrado reconocerse en ese espacio deficitario, frágil y vulnerable que lo constituye dándole sus características epistemológicas.
Vuelvo al “algo más” que había prometido en el comienzo de este texto.
Me gusta pensar que la posibilidad del campo del arte está hecha (por lo menos hoy) tanto de lenguajes que se “justificarían” como tales en su emergencia contemporánea como en la existencia remanente de otros “anacrónicos”.
Vamos a un caso.
La muerte de la pintura ha sido decretada una y otra vez desde el campo del arte (también al mismo arte Hegel le había puesto fecha de muerte). [13]
Por el momento, lo que emerge en esa relajación epistemológica es la posibilidad de una pluralidad impensada algunas décadas antes. Pluralidad en sentido fuerte, tanto que tampoco se puede postular una única línea o tendencia que defina el arte contemporáneo (como ocurría en tiempos de las vanguardias en que se sucedían vertiginosamente).
Vuelvo al caso.
Por supuesto que la pintura no puede pretender patente de contemporánea en el arte actual. La pintura es el ejemplo típico de disciplina que nace cuando se transforma en una práctica hegemónica en las relaciones simbólicas de un sector de florentinos y en las relaciones epistemológicas de unos saberes que se están constituyendo y que todavía no se llaman ciencia ni se separan delimitándose de lo que será arte.
Sin embargo.
La pintura vuelve una y otra vez de la muerte. He sostenido en charlas y en varios de mis textos que hoy no se puede hacer pintura, sólo se vuelve a la pintura.[14] Por otro lado, tampoco se puede dejarla porque entonces es ella la que nos vuelve como el retorno de lo reprimido. La pintura hoy ocupa un lugar en el entramado de lo que se denomina arte contemporáneo (sin saber con precisión cuál es su recorte) que querría definir con algo que me gustaría se transforme en categoría para ciertos lenguajes del arte en la actualidad: “regreso de los muertos vivos”. No es casual que en estos tiempos en que desde los más diversos lugares de las producciones artísticas y de las industrias culturales se producen propiaciones (uso el concepto derridiano en oposición a “apropiación”) de lenguajes diversos y de producciones anteriores, en el cine proliferen las películas de zombies que vuelven una y otra vez. El arte ha tomado esa posta de la historia y el pensamiento del archivo (en el sentido en que lo ha definido Foucault pero que ya antes habían pensado Aby Warburg y también Walter Benjamin) hasta el límite en que cada producción deviene en una trama de encuentros y diálogos con la historia y sus producciones.
Creo que lo que ocurre hoy con una pregunta como la del título es que no se puede responder, por lo menos de un modo certero.
Estamos en tiempos de lo fragmental, lo que no puede hacerse totalidad o cerrarse sobre sí mismo sino que se sitúa en su diseminación permanente.
Claro que lo anterior puede tener la forma de una respuesta.
Espero y confío en que en su propia diseminación está su déficit.
[1] De todos modos vale la pena una aclaración. No es simplemente porque hoy hayamos caido en la cuenta de que lo que se nos acaba de ocurrir se le está ocurriendo simultáneamente a millones en diversos lugares del mundo y ya se le ha ocurrido a otros tantos millones en diversos momentos de la historia, sino porque hoy podemos asumir con bastante certeza que la ocurrencia –por muy individualmente que emerja– no puede separarse de ese componente que atraviesa a toda construcción de subjetividad que es lo colectivo. Quiero postular un ejemplo emblemático si los hay: el cálculo diferencial no es una ocurrencia, una idea que aparece como “Guau, voy a inventar el cálculo diferencial”. Pero existe un episodio en la historia de esa construcción que es sumamente interesante. En algún momento del siglo XVII este concepto empieza a tomar la forma más o menos definitiva que llegará hasta nosotros por el trabajo de dos pensadores provenientes de campos disímiles: Leibniz llega (desde la metafísica y su búsqueda de las “primitivas”) al mismo planteo al que arriba Newton desde la física. Lo interesante es que en este momento de la historia en que se están consolidando los conceptos de singularidad y de individualidad, lo que en un principio aparece como la posibilidad de una enorme colaboración entre ellos, termina siendo –sobre todo a partir de la muerte de Newton– una guerra por la autoría plagada de acusaciones de plagio. Creo que Lacan se planteaba el problema del sujeto en cuanto a la relación subjetividad‑intersubjetividad de un modo radical. Guatari (ya desde la producción en dupla con Deleuze) postula el concepto de subjetividad vinculándolo a las máquinas deseantes y sus agenciamientos colectivos y las dimensiones maquínicas de subjetivación. El término mismo “subjetivación” desplaza la sustantividad del concepto de sujeto o de subjetividad y la fijeza que connota al de una construcción que se estaría haciendo en todo momento.
[2] Kant le había dado su forma más contundente y en apariencia definitiva a esta concepción del arte en La crítica del juicio.
[3] Bueno o malo se podía sostener a partir de categorías precisas dominantes en el pensamiento estético. De todos modos hay que aclarar que una categoría como “lo bello” también necesitaba una construcción conceptual que la precise para poder pensarse. Ese andamiaje conceptual lo obtenía de otro concepto que el renacimiento inaugura (aunque quiera creer que lo resucita, que lo hace renacer): la mímesis. En un libro de próxima publicación trabajo en profundidad ese momento de invención‑recuperación renacentista de la mímesis como corte en la representación del espacio proveniente de la mirada medieval.
[4] En este caso el nombre de Duchamp trabaja desde un lugar metonímico ya que remite a una serie de producciones y de concepciones que produce fundamentalmente, aunque no únicamente, el grupo dada, de quien Marcel Duchamp es el integrante más conspicuo y quien ha llevado más lejos el planteo.
[5] Por supuesto, si el pop-art se sitúa en ese movimiento de deconstrucción, en esa deriva conceptual que provoca lo que Lyotard llama la condición posmoderna, no se debe a su trabajo respecto del arte moderno sino a que en esa clausura también se produciría la de lo anterior a lo que éste se oponía y que quedaría englobada en esa oposición.
[6] He trabajado en diversos textos ese momento de la irrupción tautológica y su constitución como categoría del arte del siglo XX para situar lo que he denominado “segundo corte en la representación del espacio”. Ver, por ejemplo, “Es contemporáneo? Ars auro gemmisque prior”. Ediciones Castagnino+macro, Rosario, 2010, versión en pdf en http://www.macromuseo.org.ar/libros/index.htm
[7] Heidegger, Martin, “El origen de la obra de arte” [1952], en Arte y poesía. México. Fondo de Cultura Económica, 1995.
[8] Lyotard, Jean-François. La condición posmoderna. Madrid, Ediciones Cátedra, 1984.
[9] Si es que la indiferencia que postula Duchamp respecto del ready made no se construye sobre un espacio de deseo que se situaría entre el objeto y el gesto que lo señala.
[10] Aunque, a veces, –como todo lector sabe– lo más interesante o atractivo de un texto se encuentre en las notas al margen.
[11] Justamente debido a este encuentro –la mujer de su vida no la piedra– es que Breton comete una de sus “traiciones” a las creencias y prácticas de sus amigos dadaistas y revolucionarios al postular la monogamia como el vínculo excluyente en una relación amorosa.
[12] Ver, entre otros, Didi-Huberman, George; Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Trad. Oscar Antonio Oviedo Funes. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2011.
[13] Creo en que el “arte” (la construcción objetual, conceptual y relacional que hemos heredado del renacimiento) está al borde de su caída (si es que no ha ocurrido ya y estamos en ese magnífico momento en que nos podemos relajar de la carga que llevábamos) lo que no quiere decir que todas las producciones que aparecen en su esfera estén por desaparecer. Ver Danto, Arthur; After the end of the art. Contemporary art and the pale of history. Princeton University Press, Princeton, 1995.
[14] Ingresé al arte como pintor en los años 80, momento en que la pintura parecía resucitar con una virulencia inusitada. Sin embargo siempre supe que ya no teníamos la posibilidad de hacer pintura y que esa resucitación no era tal. Al contrario, en ese momento pensaba que había que pintar para “asesinar la pintura” retomando una frase de Joan Miro.
[15] He acuñado este término para definir lo que sitúo como “tercer corte en la representación del espacio” y que tendría la particularidad de que tal vez,a partir de él ya ni siquiera sea pertinente el concepto de representación. Para una ampliación de ese concepto ver Echen, Roberto; Anotaciones para una teoría de lo fragmental (en arte), en Blanco sobre blanco, nº 4, Buenos Aires, 2014.

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