Simon Reynolds sobre el house y el dance

[...] Mi acercamiento al dance era roquero porque, al no estar muy familiarizado con el funcionamiento de la música en su contexto "verdadero", tendía a obsesionarme con artistas concretos. Esta contiúa siendo, por lo general, la manera como los críticos de rock siguen abordando la música de baile (esa es una traducción de dance que no da cuenta de la fuerza del término inglés -yo): buscan a los autores genios cuyo futuro parece más prometedor en términos de carreras a largo plazo basadas en la publicación de discos. Pero las escenas de baile no funcionan así: lo que cuenta es el single de 12 pulgadas, hay poca fidelidad de marca hacia los artistas y los DJ son un foco de atención para los fans, mucho más que los productores anónimos y desconocidos. En los tres años que pasaron hasta que me metí de lleno en la cultura rave en su terreno, evidentemente me gustaban grupos como 808 State, The Orb, The Shamen o Ultramarine, porque hacían música que podía escucharse en casa y en formato álbum. Ahora me da mucha vergüenza recordar que en mi crítica del segundo LP de Bomb The Bass propuse el término "progressive dance" para describir esa nueva clase de artista orientado al álbum. Vergüenza porque esa división entre la llamada electrónica "progressive" y el simple "pasto de rave" luego se convirtió para mí en la máxima expresión de "no haber entendido nada".
Yo lo entendí en 1991, cuando, cual gota de la inundación demográfica que supuso la Segunda Ola de Rave de los años 1991-2, me dejé llevar por la marea de amigos que antes habían sido indies y roqueros, y que ahora se interesaban y seguían el fenómeno rave, que los alucinaba. Fue una especie de revelación vivir esa música en su contexto, como un componente de un sistema. Era una forma completamente diferente y alejada del rock de usar la música: el tema-himno en lugar del álbum, la fuidez total de la sesión del DJ, los medios alternativos -la radio pirata y las tiendas de discos especializadas-, la música como compañera sinérgica de las drogas y todo el ciclo mágico-trágico de vivir para el fin de semana y pagarlo con el bajón de entresemana. Había una alegría liberadora en el hecho de emtregarse al anonimato radical de la música, de no preocuparse por los nombres de temas o artistas. El "sentido" de la música pertenecía a un macronivel, el de toda la cultura, y este era mucho mayor que la suma de sus partes.
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El último lugar en el que habría esperado encontrar una confusión dionisíaca era en el contexto frío y paralizante de la música de baile, pero eso es lo que vi en 1991 en Progeny, uno de los espectáculos con varios DJ y bandas organizados por The Shamen. Estos eran bastante buenos y la improvisación en directo de Orbital de su clásico y setremecedor "Chime" fue de lo más emocionante. De todas formas, lo que de verdad me alucinó fueron los DJ, que levantaron un revuelo con la grandilocuencia de su techno hardcore en plan Carmina Burana versión cubista, los rayos de luz, que se cruzaban en el aire y parecían frescos y, sobre todo, la gente: núbiles jóvenes sin camiseta y con el pecho brillante por el sudor moviéndose y tambaleándose como si practicaran una misterios arte marcial; chicas en estado de gozo con los ojos cerrados y dibujando extraños patrones jeroglíficos en el aire. Era el paroxismo dionisíaco programado y repetido en bucle por toda la eternidad.
Mi segunda "ravelación", adictiva sin remedio, tuvo lugar algunos meses después durante una de las mejores raves de 1991, en la que actuaron N-Joi, K-Klass, Bassheads y M-People. Esa vez, de éxtasis hasta las cejas, por fin entendí, en un sentido visceral, por qué la música se hacía así: cómo algunas cosquilleantes texturas te ponían la carne de gallina y determinados riffs de osciladores desencadenaban el subidón de éxtasis, la forma en que las efervescentes voces de diva reflejaban tus propias histriónicas emociones. Por último, entendí la euforia como una ciencia sónica. Y tuve meridanamente claro que el público era la estrella: el tío que bailaba moviendo los dedos como pececillos era tan parte del espectáculo, del cuadro, como los DJ o los grupos. Los movimientos de baile se propagaban entre la multitud como rapidísimos virus. Enseguida me dejé arrastrar por una nueva clase de baile: los tics y los espasmos, las sacudidas y los temblores, la agitación de cuerpos descompuestos en varias partes y unidos de nuevo en el suelo de la pista. Cada parte concreta (una extremidad, una mano en forma de revólver) era un diente de una "máquina deseante" colectiva engranado a los latidos de bajos y a los riffs de secuenciador del sound system. La unidad y la expresión personal se fundían en una euforia vibrante y ondulante. [...]

Simon Reynolds, Energy Flash, (1998) 2014, Contraediciones, S.L. Barcelona, Trad: Begoña Martínez, Gabriel Cereceda y Silvia Guiu.

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